viernes, 20 de noviembre de 2009

Jazz

Despierta

Despierta. Una pequeña y oscura casa de principios de siglo XX en una fría ciudad. Iluminada apenas por el resplandor de una estufa de carbón. Él caminaba frenético por la estancia, esquivando con precisión los pesados muebles atestados de cachivaches y papeles. Ella, desorientada, observaba el movimiento de su densa cabellera negra sobre el rojo de su camisa en aquel ir y venir. Sentía una profunda languidez, el vacío del peso de un cuerpo sobre el suyo. De repente, una mirada de él la devolvió a la realidad como un zarpazo. Entendió su sonrisa cómplice como la firma de un pacto sellado apenas media hora antes. Sin tener del todo claro el porqué, ella sabía que tenían que actuar rápido, que los acontecimientos se desencadenarían de forma inminente.

Trató de levantarse del sofá, incorporándose costosamente en aquella antigüedad de raído terciopelo rojo, pero un grito a su espalda la frenó en seco congelándole las entrañas. A través del tragaluz por el que se filtraba el frío húmedo del asfalto, vio la silueta de una mujer joven en cuclillas con la cara pegada al sucio ventanuco, observándola.

Por la reacción de él supo que se conocían, pero no lograba entender la retahíla de exclamaciones e improperios que ambos se escupieron sin piedad. Las risas histéricas de la joven, con los viejos faldones remangados, dejando ver unas oscuras medias rojas, consiguieron desorientarla aún más, poniendo en alerta todos los músculos de su pequeño cuerpo. Así consiguió saltar como un resorte cuando la chica empujó enfurecida la claraboya, cayendo al interior con un estrépito de cristales.

Él se apresuró a levantarla y la zarandeó entre gritos ahogados. La joven se reía como una hiena herida y lloraba de rabia sin dejar de mirarla a ella, quien observaba temblorosa y agazapada en un rincón, todavía sin entender.

Poco a poco, con cada respiración entrecortada, se fueron calmando los tres. Ella sintió el impulso de acallar el grave crujir de los cristales sobre la alfombra y corrió a buscar un cepillo. Él susurraba y secaba con un pañuelo sucio los hilos de sangre que empezaban a aflorar en la piel de la joven, mientras ésta se tragaba las lágrimas con seco orgullo y trataba de recomponer su harapiento ropaje.

Hubo unos breves instantes de silencio, unas miradas fugaces, unos esbozos de sonrisas. Algo cambió súbitamente. Comprensión de algo incomprensible con el crepitar de la estufa.

La tranquilidad duró apenas unos minutos. Por las ventanas que daban a la otra calle, vieron los pasos urgentes de dos guardias, sin duda guiados por algún testigo cansado de soportar los continuos desmanes de aquél bohemio que ocupaba ese sótano inmundo. Lo que ese testigo no sabía era que hacía tiempo que la policía buscaba sólo una excusa para allanar esa morada, y se la habían servido en bandeja de la forma más absurda. Rápidamente, los tres se apresuraron a tapar la nueva entrada con deshilachadas mantas rojas a modo de telón y moviendo una pesada vitrina de roble cuyo único continente era un sinfín de telas de araña y cagadas de ratón.

Sus esfuerzos fueron en vano. Los guardias los sorprendieron en esa singular mudanza y de nada sirvió el intercambio de sonidos articulados entre él y los agentes. Uno de ellos, de una patada certera, logró derribar el pesado mueble mientras que el otro se introducía por la abertura. Él corrió hacia ella y la agarró por la muñeca en un intento de fuga. La joven harapienta trató de favorecer su huída empujando muebles y arrojando a los policías todo lo que encontraba a mano.

Cuando la pareja logró salir de aquel subsuelo, se vieron sorprendidos por una multitud de personas que les esperaban en semicírculo, cortándoles el paso. De súbito, a ella se le incrustó en los huesos el frío helado de aquella ciudad oscura. Miró a su acompañante, todavía aferrado a su diminuta muñeca, y la distancia entre ambos se hizo inmensa. Ella sabía que se lo arrebatarían para siempre.

Todo pasó muy deprisa. Una jungla de brazos y golpes se abalanzó sobre ellos tratando de separarlos. Ella aullaba de dolor en un idioma incomprensible para todos. Quizá fueros esos extraños y pavorosos ruidos guturales lo que consiguió amedrentar a la turba, haciéndola retroceder atemorizada por el espectáculo.

Aún así, él sabía que no duraría demasiado. La atrajo hacia él, buscando apoyo contra una fría pared, y abrazó su pequeño y desnutrido cuerpo con la ternura y la desesperación de una despedida. Ella, temblando, se acurrucó en su camisa roja, buscando su calor. Al fin llegó a entender…

Despierta. El blanco cegador de un pequeño cubículo. Está apoyada contra una pared, incomprensiblemente mullida. Abrazada a sí misma, se acaricia la espalda con los brazos entrelazados. Busca en vano el terciopelo rojo. Persigue su olor en ese espacio aséptico. Un vértigo indescriptible sacude sus huesos.

Gira la cabeza. Una puerta que no lleva a ninguna parte. En el techo, el hormigueo sordo de unas lámparas fluorescentes. Una certeza súbita le hace saltar sobre la cama y arrancar uno de los tubos. Ya sabe cómo hallarle. Ha encontrado su rastro en su interior. Y ella sólo tiene que seguir los senderos rojos que empiezan a brotar de sus delgadas muñecas…