martes, 4 de noviembre de 2008

Él


Siempre que se marchaba, la nostalgia se agazapaba en el paisaje. Esos campos, en los que se alineaban miles de plantaciones, esa extensión inmensa de terreno que conocía tan bien, cobraba una relevancia especial desde el asiento del autobús. La inmensidad del cielo parecía decirle adiós salpicando el horizonte de nubes grises.
La vista se perdía en un sendero interminable... Cielos eternos, de 180 grados, con algodones gigantes que casi puedes tocar.
Eso era lo que más extrañaba en la ciudad. Cada vez que regresaba a la capital, volvía a experimentar la misma sensación: sentía cómo a su paso iban creciendo los rascacielos más y más, encerrándole en un callejón de asfalto desde el que era imposible ver el sol.
Hacía ya dos años y medio que se había marchado y aún no había tenido fuerzas para coger de nuevo su cámara de fotos. Anhelaba aquellos largos paseos en los que no paraba de trabajar. Era feliz haciendo fotos y cada día el cielo le daba un nuevo cuadro que enfocar. Ése era su objetivo, nada más. Eso era él: fotógrafo de nubes.
Pensaba que era una profesión original a través de la que podía expresar todo su mundo, hasta que vio la película Amélie. Le reventaba ver cómo algo tan importante para él, algo que más que una profesión era una obsesión, se redujera a un pasatiempo de niña con una Instamatic Kodak. Le dolía que no se supiera la dificultad que ese trabajo entrañaba, el delicado juego entre filtros, diafragma y obturador, el equilibrio entre brillo y contraste, luces y sombras.
Un día, en un arranque de vanidad y determinación, guardó sus fotos en una caja y puso rumbo al éxito. Lo que nadie sabía en el pueblo era que aquella caja llena de sueños ahora le servía como mesita de noche en una habitación alquilada por 400 euros.
Una vez más, después de un fin de semana de secretos y mentiras, dejaba de nuevo esos campos inmensos tras haber compartido borrachera y resaca con algunos amigos, y haber conseguido amanecer con una de las últimas chicas que quedaban en el pueblo (por conquistar).
Durante el camino pensó en ella, recordó sus pechos, el sabor de su cintura y le hormigueó la piel cuando recorrió con su mente el recorrido que había hecho con sus manos apenas unas horas atrás. Sintió de nuevo la humedad en su pelo y los olores de la tierra mojada, el cielo empezando a desteñir su oscuridad...
Un movimiento brusco del autobús lo sacó de su ensoñación. Sólo entonces cayó en la cuenta de que su compañera de plaza también miraba por la ventana. Al ser descubierta, cambió el rumbo de su mirada hacia el frente.
Sentía curiosidad por saber cómo eran aquellos ojos escondidos detrás de esos inmensos cristales negros. La chica no se había quitado las gafas de sol en todo el camino, y ya entraba la noche por las ventanas. Pensó que esos cristales eran un hermoso marco en el que delimitar el cielo en una de sus fotos.
Reunió valor para preguntarle el nombre. Cuando parecía que ella iba a contestar, se oyó un chirrido ensordecedor seguido de un terrible estruendo de cristales y metal. El conductor del autobús frenó tan fuerte como pudo, él sintió que le empujaban hacia adelante, la chica de las gafas salió despedida hacia el pasillo. De repente todo se volvió oscuro y en silencio.
En un último instante de consciencia, notó el sabor de la sangre caliente y se vio a sí mismo corriendo por sus campos inmensos, con su cámara de fotos. Oyó risas.

No hay comentarios: